Sobre esta etapa nos dice la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (n.º 68 al 73):

El concepto de configuración. Desde el primer momento vocacional, como se ha dicho, toda la vida del presbítero es una formación continua: la propia del discípulo de Jesús, dócil a la acción del Espíritu Santo para el servicio a la Iglesia. La pedagogía de la formación inicial, durante los primeros años de Seminario, procuraba inducir al candidato a entrar en la sequela Christi; finalizada esta etapa, llamada discipular, la formación se concentra en el proceso de configuración del seminarista con Cristo, Pastor y Siervo, para que, unido a Él, pueda hacer de la propia vida un don de sí para los demás.

Dicha configuración exige entrar con profundidad en la contemplación de la Persona de Jesucristo, Hijo predilecto del Padre, enviado como Pastor del Pueblo de Dios. La práctica de la contemplación hace que la relación con Cristo sea más íntima y personal y, al mismo tiempo, favorece el conocimiento y la aceptación de la identidad presbiteral.

La etapa de los estudios teológicos o configuradora, se ordena de modo específico a la formación espiritual propia del presbítero, donde la conformación progresiva con Cristo hace emerger en la vida del discípulo los sentimientos y las actitudes propias del Hijo de Dios; y a la vez lo introduce en el aprendizaje de una vida presbiteral, animada por el deseo y sostenida por la capacidad de ofrecerse a sí mismo en el cuidado pastoral del Pueblo de Dios. Esta etapa facilita un arraigo gradual en la personalidad del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas, entrega la vida por ellas y va en busca de las que están fuera del redil (cfr. Jn 10, 17).

El contenido de esta etapa es exigente y fuertemente comprometedor. Se requiere una responsabilidad constante en la vivencia de las virtudes cardinales, las virtudes teologales y los consejos evangélicos, siendo dócil a la acción de Dios mediante los dones del Espíritu Santo, desde una perspectiva netamente presbiteral y misionera, junto a una gradual relectura de la propia historia personal, en la que se descubra el crecimiento de un perfil coherente de caridad pastoral, que anima, forma y motiva la vida del presbítero.

El compromiso especial que caracteriza la configuración con Cristo Siervo y Pastor puede corresponder a la etapa de la teología, sin que ésta agote su contenido y su dinámica. Concretamente, debería garantizarse una fecunda y armónica interacción entre madurez humana y espiritual, y entre vida de oración y aprendizaje teológico.

Desde la perspectiva del servicio a una Iglesia particular, los seminaristas deben formarse en la espiritualidad del sacerdote diocesano, marcada por la entrega desinteresada a la circunscripción eclesiástica a la que pertenecen o a aquella en la cual, de hecho, ejercerán el ministerio, como pastores y servidores de todos, en un contexto determinado (cfr. 1Cor 9, 19). La vinculación con la Iglesia local concierne específicamente al clero secular, pero incluye indistintamente a todos los presbíteros que ejercen el ministerio en ella, a la vez que se valora el carisma propio de cada uno. Esto también significa adaptar el propio modo de sentir y de actuar, en comunión con el Obispo y los hermanos sacerdotes, por el bien de una porción del Pueblo de Dios.

Este amor imprescindible por la diócesis puede ser eficazmente enriquecido por otros carismas, suscitados por la acción del Espíritu Santo. De modo semejante, el don sacerdotal recibido con la Sagrada Ordenación implica la entrega a la Iglesia universal y, por tanto, se amplía a la misión salvífica dirigida a todos los hombres, hasta los confines de la tierra (cfr. Hech 1, 8).

A lo largo de esta etapa, según la madurez de cada candidato y aprovechando las posibilidades formativas, serán conferidos, a los seminaristas los ministerios del lectorado y del acolitado, de modo que puedan ejercerlos por un tiempo conveniente, disponiéndose mejor para el futuro servicio de la Palabra y del altar . El lectorado propone al seminarista el “reto” de dejarse transformar por la Palabra de Dios, objeto de su oración y de su estudio. La recepción del acolitado implica una participación más profunda en el misterio de Cristo que se entrega y está presente en la Eucaristía, en la asamblea y en el hermano.

Por tanto, ambos ministerios, junto con una conveniente preparación espiritual, facilitan una vivencia más intensa de las exigencias de la etapa configuradora, dentro de la cual, por cierto, es oportuno ofrecer a los lectores y acólitos ámbitos concretos para ejercer los ministerios recibidos, no solo en la liturgia, sino también en la catequesis, la evangelización y el servicio al prójimo.

Un acompañamiento adecuado podría evidenciar que la llamada que un joven pensaba haber recibido, aunque haya sido reconocida durante la primera etapa, no sea en realidad una vocación al sacerdocio ministerial, o no haya sido adecuadamente cultivada. En tal caso, por propia iniciativa o después de una intervención autorizada de los formadores, el seminarista deberá interrumpir el camino formativo hacia la ordenación presbiteral.

La etapa de los estudios teológicos, o configuradora, se orienta hacia la recepción de las Sagradas Órdenes. Al final de la misma, o durante la etapa siguiente, si es considerado idóneo a juicio del Obispo, habiendo escuchado a los formadores, el seminarista solicitará y recibirá la ordenación diaconal, con la cual obtendrá la condición de clérigo, con los correspondientes deberes y derechos, y será incardinado «o en una Iglesia particular, o en una prelatura personal, o en un instituto de vida consagrada, o en una sociedad… », o en una Asociación o en un Ordinariato que tengan tal facultad.