Sobre esta etapa nos dice la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (n.º 61 al 67):
El concepto de discipulado. Discípulo es aquél que ha sido llamado por el Señor a estar con Él (cfr. Mc 3, 14), a seguirlo y a convertirse en misionero del Evangelio. El discípulo aprende cotidianamente a entrar en los secretos del Reino de Dios, viviendo una relación profunda con Jesús. Este “permanecer” con Cristo implica un camino pedagógico-espiritual, que trasforma la existencia, para ser testimonio de su amor en el mundo.
La experiencia y la dinámica del discipulado que, como ya se ha indicado, dura toda la vida y comprende toda la formación presbiteral, requiere pedagógicamente una etapa específica, durante la cual se invierten todas las energías posibles para arraigar al seminarista en el seguimiento de Cristo, escuchando su Palabra, conservándola en el corazón y poniéndola en práctica. Este tiempo especifico se caracteriza por la formación del discípulo de Jesús destinado a ser pastor, con un especial cuidado de la dimensión humana, en armonía con el crecimiento espiritual, ayudando al seminarista a madurar la decisión definitiva de seguir al Señor en el sacerdocio ministerial y en la vivencia de los consejos evangélicos, según las modalidades propias de esta etapa.
Este momento formativo, mientras prepara a la etapa de los estudios teológicos, o etapa configuradora, y orienta a la opción definitiva por la vida presbiteral, permite, con la apertura al Espíritu Santo, un trabajo sistemático sobre la personalidad de los seminaristas. Durante el proceso de la formación sacerdotal nunca se insistirá suficientemente sobre la importancia de la formación humana; la santidad de un presbítero, de hecho, se injerta en ella y depende, en gran parte, de su autenticidad y de su madurez humana. La carencia de una personalidad bien estructurada y equilibrada se constituye en un serio y objetivo impedimento para la continuidad de la formación para el sacerdocio.
Por este motivo, los seminaristas se habituarán a educar su carácter, crecerán en la fortaleza de ánimo y, en general, aprenderán las virtudes humanas, como «la lealtad, el respeto de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la amabilidad en el trato, la discreción y la caridad en las conversaciones» , que harán de ellos un reflejo vivo de la humanidad de Jesús y un puente que una a los hombres con Dios. Para alcanzar la sólida madurez física, psicoafectiva y social, que se exige al pastor, serán de gran ayuda el ejercicio físico y el deporte, así como la educación para un estilo de vida equilibrado. Además del esencial acompañamiento de los formadores y del director espiritual, en algunos casos podría ser útil un específico acompañamiento psicológico con el fin de integrar los aspectos fundamentales de la personalidad.
Este proceso formativo procura educar a la persona en la verdad del propio ser, en el uso de la libertad y en el dominio de sí, tendiendo a la superación de las diversas formas de individualismo, y al don sincero de sí que permite una generosa entrega a los demás.
La madurez humana es suscitada y favorecida por la acción de la gracia, que orienta el crecimiento de la vida espiritual. Esta última dispone al seminarista a vivir en la presencia de Dios, en una actitud orante, y se funda en su relación personal con Cristo, que consolida la identidad discipular.
Se trata de un camino de trasformación que implica a toda la comunidad. En ella, con la ayuda específica de los formadores y en especial del director espiritual, se propone un itinerario pedagógico, que sostiene al candidato en su crecimiento, ayudándolo a tomar conciencia de la propia pobreza y, simultáneamente, de la necesidad de la gracia de Dios y de la corrección fraterna.
La duración de esta etapa, que no debe ser inferior a dos años, comprenderá el tiempo suficiente para conseguir los objetivos que le son propios y, al mismo tiempo, para adquirir el necesario conocimiento de la filosofía y de las ciencias humanas. Es necesario que esta etapa sea justamente valorada y comprendida en su específica finalidad y no sea considerada simplemente como un “paso obligado” para acceder a los estudios teológicos.
Al finalizar la etapa de los estudios filosóficos o discipular, el seminarista, habiendo alcanzado una libertad y una madurez interior adecuadas, debería disponer de los instrumentos necesarios para iniciar, con serenidad y gozo, el camino que lo conducirá hacia una mayor configuración con Cristo en la vocación al ministerio ordenado. De hecho, después de esta etapa será posible la admisión del seminarista entre los candidatos a las Órdenes (petitio, o candidatura, etc.), cuando su propósito, avalado por las dotes requeridas, haya alcanzado una madurez suficiente. Por su parte, la Iglesia, acogiendo el ofrecimiento del seminarista, lo escoge y lo llama, para que se prepare a recibir en el futuro la Sagrada Ordenación. Cuando se da una decisión responsable del seminarista, la admisión entre los candidatos a las Órdenes representa para él una invitación a proseguir su formación, en la configuración con Cristo Pastor, mediante el reconocimiento formal por parte de la Iglesia.