Seminario Mayor Nacional v2.0

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La necesaria experiencia cristocéntrica del seminarista

Todo cristiano posee una vocación específica y está invitado a ejercerla en la sociedad, asimismo, el seminarista, al ser llamado por Cristo, debe disponerse a estar con el Señor, siendo un discípulo auténtico y teniendo la certeza de que Él «llamó a los que quiso… para que estuvieran con él» (Mc 3, 13-14).

El discípulo es aquella persona que ha sido llamada por su maestro para estar alrededor de Él, ser instruido por Él, dejarse moldear por Él, es decir, en todos los aspectos de la vida, está en el momento en el cual debe aprender de Él.

En la etapa discipular, el seminarista debe interiorizar de todas las exigencias del discipulado, ya que en esta etapa «se invierten todas las energías posibles para arraigarse en el seguimiento de Cristo, escuchando su Palabra, conservándola en el corazón y poniéndola en práctica» (RFIS 62). No es obra humana que uno sienta el llamado del Señor, sino divina, pues Él mismo llama a cada cristiano porque quiere para una función específica dentro del seno de la Iglesia y, además, al joven seminarista para que emprenda el camino de configuración con Cristo que pasa, indudablemente, por el discipulado.

«Tengan unos con otros los mismos sentimientos que estuvieron en Cristo Jesús» (Flp 2, 5) exhorta el apóstol san Pablo, palabras que el seminarista debe arraigar a su vida, pues un discípulo entrega su vida y su tiempo para ir recibiendo de su maestro lo que este considere necesario para su vida. El Señor, para ayudar a su elegido a llevar a la perfección su proceso discipular, le concede la gracia de conocer que es una persona que está en el mundo, pero no es del mundo, es del Señor, y le motiva a participar de las palabras del apóstol: «tanto en la vida como en la muerte pertenecemos al Señor» (Rm 14, 8).

Durante el proceso de formación sacerdotal, el seminarista precisa enraizar su personalidad con la de Cristo, pues al estar con Él y ser instruido por Él, configura su vida de una manera más profunda, de modo a que se pueda «educar en la verdad del propio ser, en el uso de la libertad y en el dominio de sí» (RFIS 63), esto sin olvidar la entrega generosa a los demás. Se concientiza de que, como discípulo, está siendo preparado para ser un apóstol; como seminarista, para ser un pastor.

En la medida en que el seminarista dispone su corazón a la gracia de Dios, se acerca a la madurez humana, sin dejar de lado un aspecto fundamental de este proceso: la vida comunitaria. En los comienzos de la primera comunidad cristiana, cuando el Señor eligió y escogió a sus primeros discípulos, hubo muchas cosas que él iba corrigiendo del actuar de los suyos, insistiéndoles en el servicio mutuo, el amor fraterno y, sobre todo, la unidad, pues decía al Padre: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17, 21). Los discípulos crecieron bastante en la fe cuando empezaron a darse cuenta de que, en la diversidad de dones y carismas, el Señor los llamaba para animarse mutuamente en el gran desafío que enfrentaban.

La vida comunitaria es esencial para el seminarista, pues «la formación se realiza mediante las relaciones interpersonales, los momentos para compartir y de interpelación» (RFIS 50), construyendo así una vocación madura. La Iglesia, desde sus principios, experimenta la vida comunitaria, por eso, el seminarista al recibir la ayuda del formador y del director espiritual, se dispone a luchar por su crecimiento con la ayuda de la gracia de Dios, relación que debe ser como de padre a hijo; y al compartir con sus compañeros de camino, llamados a una misión semejante, debe buscar que los vínculos sean como de hermanos.

La comunidad ayuda a que se vuelvan más llevaderas las exigencias del Maestro: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24), deja en claro de que, en este proceso discipular, habrá cosas que dejar, pues requiere personas despojadas de sí mismas, personas dispuestas a «darse del todo al Todo sin hacerse partes» (Santa Teresa de Jesús), imitándole en todo momento, hasta llevando sobre sí la pesada carga de la cruz personal, pero nunca solo sino con otros. Solo de esta manera el seminarista se sentirá verdaderamente libre para ejercer el discipulado a la manera de Cristo, sin desviar la mirada de su gracia y del objetivo vocacional deseado.

Es importante saber que hay un momento en nuestra vida en el que el discipulado se ve más reflejado, sin embargo, esta etapa no culmina nunca; un cristiano es siempre un discípulo, un sacerdote necesita siempre conocer que es su relación con Jesús y su actitud de escucha lo que da vida a su ministerio, actitudes propias de un discípulo atento a la voz de su Señor.

En el seminario, tenemos la gracia de poder celebrar diariamente la santa Eucaristía; es ahí donde recibimos a Cristo, nuestro Maestro, y procuramos llevar una vida más cercana a Él. Al recibirlo, nos llena de su gracia, pues la Eucaristía es «la fuente y el culmen de toda la vida cristiana» (LG 11). Es imposible que un seminarista crezca en gracia y sabiduría delante de Dios si impide que Cristo actúe en su vida por medio de los sacramentos.

Debido a eso, el seminarista debe buscar, por sobre todo y antes que nada, llevar una vida de auténtica experiencia cristocéntrica. Desear que Cristo sea el centro de su vida debe constituir en el fundamento de su vocación, pues, así como una relación se fortalece mediante el diálogo y la escucha, la cercanía con el Señor se alcanzará solo mediante una entrega constante y cada vez mayor a la oración, porque es en ese momento donde uno recibe las consecuencias del trato de amistad al compartir emociones, sentimientos, donar el tiempo y empeñarse a parecerse a Aquel a quien considera su mejor amigo.

Por eso, el seminarista, gozando de la cercanía de su pedagogo, Jesucristo, debe poner en el centro su relación con él, pues al avanzar en la vida discipular, uno empieza a recibir influjos de aquellos con quienes comparte, y siendo Cristo el núcleo, debe empezar a aprender del Amor a amar, configurando su vida con la suya. Como el sarmiento permanece en la vid y recibe de esta la savia que le nutre día a día, el seminarista debe permanecer en el Señor, pues solo en Él, con Él y por Él podrá llevar a cabo todos sus proyectos y de ese modo dar gloria a Dios con los frutos que de sus acciones ha cosechado, como dice el Señor: «Mi Padre es glorificado cuando ustedes producen abundantes frutos: entonces pasan a ser discípulos míos» (Jn 15, 8).

Seminarista: César Nicolás Vera Sanabria

Curso: 1er año de la etapa discipular

Diócesis: Coronel Oviedo

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